El ingeniero Julius Beerbohm y los cazadores del río Gallegos

Comparto algunos fragmentos del capítulo sobre el viajero Julius Beerbohm que forma parte de mi Tierra Adentro, Una historia de la Argentina del siglo XIX a través de los ojos de los viajeros (CLIC AQUÍ PARA CONSEGUIRLO):

Esa primera noche en la Patagonia soñó con Magallanes. Vio una figura alta y delgada. Vestía un chaquetón de cuero marrón y llevaba una espada con empuñadura en cruz. Estaba en la popa del más grande de los buques y en su semblante, ajado por los años, brillaba la valentía de sus ojos, con los que supervisaba la actividad incesante de sus robustos marineros, todos hablando y gritando en una lengua extraña mientras reparaban aparejos o construían velas. La remota voz de ¡Ave María! retumbó en el sueño de Beerbohm con un tono dulce y triste.

……..Cuando despertó, recordó que era un hijo del siglo XIX, muy habituado a los placeres de la civilización. También era el hijo de un próspero comerciante de granos. Herbert, el mayor de sus hermanos, era un actor y director muy prestigioso, y su hermana Constanza escribía obras de teatro. Una familia artística y alegre. Nuestro viajero, que tampoco carecía de talento, publicó Wanderings in Patagonia, obra que en el año 2013 la editorial Claridad rescató mediante la traducción de Clara Giménez: Vagando por la Patagonia. Y hay un subtítulo que adelanta el contenido: La vida entre los cazadores de ñandúes y un motín en Punta Arenas. La aventura sucedió entre agosto y noviembre de 1877.

……Los cazadores daban rienda suelta a sus instintos vagabundos. Su territorio se extendía tanto como lo que quisieran galopar. No precisaban más que diez caballos, cinco perros, las boleadoras, el revólver y el cuchillo. Tierra Adentro, cualquier arbusto podía convertirse en una casa durante semanas o, si así quisieran, durante meses. Además del producto con el que ganaban el dinero necesario para aprovisionarse de los vicios, los animales proveían la materia con la que cada uno se fabricaba el lazo, las boleadoras y el calzado. Estos hombres acababan convirtiéndose en vagabundos despreocupados y serenos, alegres hasta en las peores circunstancias, muy capaces de resignarse con sabiduría a cualquier dificultad que deparara la inclemencia del clima. Beerbohm observó a sus compañeros de viaje con interés romántico. No se equivocaba al dar por hecho que, con ese mismo interés, a sus lectores nos interesaría saber quiénes eran esos hombres que no precisaban relojes ni almanaques.

Isidoro hablaba muy poco y observaba mucho. Raras veces emitía más de cuatro o cinco palabras seguidas. Su capacidad de silencio era increíble. Podía permanecer callado frente al fuego durante horas, oyendo atentamente todo lo que dijeran los otros. Ningún detalle escapaba de su atención. Cuando alguien perdía un objeto, antes de entrar en disputas le preguntaban a Isidoro, que enseguida señalaba debajo del arbusto donde su dueño, distraído, lo había arrojado dos o tres días atrás. Todo el mundo lo estimaba por su honestidad y modestia. Una vez se había casado con una tehuelche. No fue un matrimonio feliz. La mujer bebía y hablaba demasiado, perturbando la paz del marido. Y la paz era lo que Isidoro amaba por encima de todas las cosas. Con las mismas pocas palabras con las que había pedido a su esposa, la devolvió al toldo paterno. Y volvió hacia la llanura, prometiéndose para el futuro una paz inalterable.

La meta estaba cerca, a unos pocos días de galope. ¿Acaso podrían sufrir un contratiempo peor que el de un río infranqueable? Por supuesto que sí. Una mañana despertaron y los caballos no estaban. Cerca de las cuerdas rotas, Guillaume vio la huella del puma que los había espantado. Faltaban doscientos cuarenta kilómetros llenos de arroyos y pantanos. Sus piernas estaban debilitadas y les quedaban nada más que cuatro fósforos. Ahora no importaba llegar a tiempo para alcanzar el buque. Sería un milagro el mero hecho de llegar con vida.

Un niño tehuelche era un rey. Nada de lo que quisiera hacer iba a parecerle malo a nadie. Tenían por sus hijos un amor enfermizo, al punto de que, cuando alguno fallecía, los padres quemaban todas sus pertenencias, a veces reduciéndose a una extrema pobreza que indicaba la dimensión del dolor que padecían. La consecuencia era que los niños se comportaban como unos demonios. Eran sucios, crueles y, sobre todo, ladrones. En una ocasión, bastó que el viajero, desde su caballo, elevase unos segundos el pie para que después ya no encontrara el estribo de cuero donde volver a apoyarse.

El campamento estaba agitado. Los hombres, bajando desde todas las direcciones de la llanura, regresaban de una cacería. Había jaurías de perros ladrando y, lo más importante, cientos de caballos pastando en los alrededores. Pronto fueron rodeados por una multitud curiosa. Los que hablaban español les hicieron miles de preguntas y las fueron traduciendo para los otros. Cada vez que llegaba la traducción, todo el mundo se reía. Definitivamente, los tehuelches tenían muy buen humor.

Orkeke regresó de la cacería cargado de presas. Los saludó cordialmente. Hablaba un español mal pronunciado pero fluido. Era alto y bien proporcionado. Su pelo gris y la benevolencia de su rostro le daban la apariencia de un venerable patriarca. Les contó, muy orgulloso, que nunca se emborrachaba y que su padre se había convertido al cristianismo.

El ingeniero inglés llegó a la más frondosa y fértil región del Estrecho de Magallanes sobre un caballo sin montura. La camisa y pantalones estaban hechos jirones. No tenía abrigo, sombrero ni zapatos. Su cabello estaba largo, muy enmarañado, y el rostro al sol se le había teñido del color marrón tehuelche.

Esa noche del doce de noviembre de 1877 sucedió en Punta Arenas un episodio histórico: el del Motín de los Astilleros. Los convictos y soldados del penal, enfurecidos y borrachos, ejecutaron el plan de asesinar al gobernador y a todo aquel que se pusiera de por medio. Por supuesto que el programa incluía saquear el poblado e incendiarlo. Esa fue la bienvenida que le dio a Beerbohm la civilización. Su relato aporta un valiosísimo testimonio sobre el acontecimiento.

Después de tantos ríos, llanuras y motines, Beerbohm se subió al barco con un suspiro de alivio. Inclinado sobre la borda, observó al continente cubierto de una neblina espesa. El rugido de las olas era ensordecedor. Alguien le preguntó si pensaba volver a la Patagonia. ¡By Jove, no!, respondió horrorizado.

Ramón Lista, uno de los que sabía que Orkeke había sido un hombre ejemplar, se disculpó en nombre del gobierno, asegurándole que su arresto había sido un error. Allí, en esa ciudad que lo habrá encandilado, el venerable tehuelche fue recibido por el presidente Roca y se convirtió en un personaje público.

5 comentarios en “El ingeniero Julius Beerbohm y los cazadores del río Gallegos

  1. Muy buen relato. dos correcciones: la localidad del Chubut no es San Martín de los Andes, sinó José de San Martín. Y el sujeto de la foto no es el cacique Olkelkkenk, sinó Weasel.

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