Estanislao Zeballos y la poesía del exterminio

Comparto algunos fragmentos del capítulo sobre Zeballos que forma parte de mi Tierra Adentro, Una historia de la Argentina del siglo XIX a través de los ojos de los viajeros:

  

          Estanislao Severo Zeballos, nuestro poeta del exterminio, prototípico representante de la generación del Ochenta y miembro de una influyente familia argentina, fue definido más de una vez como un hombre orquesta. Nació en Rosario el veintisiete de julio de 1854 y murió en Liverpool meses antes de cumplir setenta años. Político, geógrafo y novelista. Jurista, periodista y etnógrafo. Fue presidente de la Cámara de Diputados y de la Sociedad Rural. Fue miembro fundador del Instituto Geográfico Argentino y estanciero. Ministro de Relaciones Exteriores y de Justicia. Fue miembro permanente del Tribunal Internacional de La Haya y de la Real Academia Española. También fue representante ante el presidente Claveland de los Estados Unidos, abogando por la Argentina en la cuestión de límites con Misiones.  Y, a su multifacético modo, fue un poeta de la Pampa: mientras relevaba, conquistaba y bautizaba los territorios del país, cargando un teodolito sobre la mula y un Remington al hombro, recitaba los versos de Alonso de Ercilla y de Lope de Vega combinándolos con ocasionales cánticos mapuches que iba traduciendo y hasta escribiéndoles las partituras para piano.

Se interesó muchísimo por el indio, pero desde una gélida motivación científica o cultural de historiador y etnólogo. Careció por completo de lo que hoy día llamamos humanismo. Jamás escribió, como el Perito Moreno, sobre las injusticias de una política que ultimaba individuos redimibles o aptos para integrarse al país. Incluso cuando advertimos fascinación, el indio le interesa porque constituye un capítulo del pasado en la obra del historiador o una pieza en el museo del etnólogo. Jamás deliberó, como Mansilla, sobre la inclemencia de la civilización.

Ya admitimos que en Calfucurá, su obra más transcendente, la única que tuvo reiteradas ediciones, hay páginas dignas de competir con las de Sarmiento. El retrato del coronel Manuel Baigorria vale tanto como el del mayor Navarro. Y, así como, con el pretexto de una biografía de Facundo Quiroga, Sarmiento cristalizó su visión sobre las guerras civiles en tiempos de Rosas, proponiendo su propia figura, Zeballos se enfocó en Juan Calfucurá para historiar los enfrentamientos entre los sables y las lanzas, concluyendo en una apología del plan con el que Roca propuso resolver el problema de la frontera.

El proyecto del año 1867 con el que se dispuso extender la frontera hasta el río Negro y Neuquén, aprobado durante la presidencia de Mitre, se vio interrumpido durante la presidencia de Sarmiento, cuando las tropas del ejército nacional tuvieron que emplearse en la Guerra del Paraguay, además de sofocar insurrecciones internas. Pero los caciques, que contaban con secretarios que les llevaban y leían los diarios porteños, ya estaban alertados y enfurecidos. El presidente Avellaneda retomó el proyecto a mediados de 1875. El doctor Adolfo Alsina, su célebre Ministro de Guerra, lideró la empresa con un plan de construcción de fortines y fundación de pueblos que procuraba evitar medidas drásticas.

El diecisiete de noviembre de 1879 el tren que partió desde Buenos Aires lo adentró hasta Azul. Con un permiso del ministro Carlos Pellegrini, que le autorizó la escolta de los comandantes de frontera, recorrió las recién conquistadas regiones de Salinas Grandes, Chilhué, Thrarú Lauquen, Chadí Leuvú, Urre Lauquen, Lihuél Calel, Colorado, Choique Mahuida y Choele Choel. Visitó Bahía Blanca, vaticinándole un futuro equivalente a las florecientes ciudades norteamericanas, y los pueblos de la región de Puán y Carhué, enamorándose de un paisaje que imaginó enriquecido con la expansión de la agricultura. Uno de los oficiales era su hermano, el teniente Federico Zeballos. También llevó a un fotógrafo. Al viejo estilo de Humboldt, combinó la descripción científica con la sensibilidad estética. Y, lo mismo que otros viajeros del siglo, fue describiendo un territorio a medida que lo descubría o bautizaba, completando los lugares en blanco de los mapas. Durante este viaje sucedió el importante hallazgo de los archivos del cacicazgo de Salinas Grandes.

Hay en su diario anécdotas similares a las que, con idéntica sangre fría, relató el conde francés Henry de la Vaulx, que en 1895 se dedicó a profanar las tumbas que se habían salvado de Zeballos y del Perito Moreno.

Nicolás Levalle

Los baqueanos indígenas, obligados a contemplar el sacrilegio, no podían disimular el horror. Incluso los que se habían aliado al vencedor sucumbían ante la barbarie de las profanaciones. Era demasiado. En Chadí Leuvú el terreno conservaba los rastros de una batalla. Los hoyos de las pisadas de los caballos eran muy profundos. Había un desparramo de lanzas rotas y aperos. Los cadáveres de los indios, todavía en proceso de descomposición, tenían la carne adherida a los huesos y algunos conservaban las facciones del rostro. Lo más tenebroso era el estrago de las fieras. Los caballos estaban intactos, pero a los hombres les faltaban los brazos y las piernas. Las huellas felinas rodeaban los restos de un abominable festín de huesos rotos. Zeballos estaba contento.

Los tesoros de Zeballos fueron los cráneos de los dos caciques más importantes de la Pampa: Calfucurá y Mariano Rosas, profanados respectivamente por Levalle y Racedo, los oficiales que encabezaron la cacería de Namuncurá y Epumer. Hay infames detalles en Episodios en los territorios del sur. Calfucurá, sepultado en los médanos de Chilihué, yacía bajo unos hermosos tablones de algarrobo. Sobre la primera capa de tierra estaban los huesos de su caballo y dos espadas rotas.

Lo dice claramente la estrofa quinientos ocho del Martín Fierro, escrita por José Hernández el mismo año en el que Zeballos recorrió la Pampa. Que las tribus están deshechas. Que los caciques más altivos perdieron hasta la esperanza. Que, en 1879, ya muy pocos quedan vivos. Pero esos que quedaban vivos inquietaban a los viajeros. Nada más que el último año, las tropas del ejército habían matado a dos mil quinientas personas y tomado mil quinientos prisioneros. Los que resistían, o más bien huían, hacían todo lo posible para saciar la sed de venganza. De vez en cuando llegaban noticias alarmantes: que sobre el río Negro acababan de degollar a los nueve conductores de un convoy, o que a orillas del Colorado habían corrido la misma suerte dos chasquis.

Estanislao Zeballos se puso del lado de la marcha implacable de los acontecimientos. Del lado del oficialismo. Será por eso que, por líricas que hayan sido sus pretensiones, como poeta no nos convence. Sus marciales musas nos parecen tan detestables como las de su amigo Mitre. No podemos ubicar sus libros en el estante de Mansilla o de José Hernández sino junto a las crónicas de los militares de Roca. La familia intelectual de Zeballos está conformada por escritores como Juan Carlos Walther y Schoo Lastra, o por oficiales como Eduardo Racedo y Conrado Villegas, que también redactaron sus crónicas.

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