Eduardo Holmberg y las expediciones científicas a Marte y Misiones

Comparto algunos fragmentos del capítulo sobre Holmberg que forma parte de mi Tierra Adentro, Una historia de la Argentina del siglo XIX a través de los ojos de los viajeros:

Eduardo Ladislao Holmberg, el argentino que prefirió explorar Misiones antes de interesarse en el clásico viaje a París, fue uno de los naturalistas que, todavía en la época de Moreno y Ameghino, se destacó en esa argentina que empezó a consolidarse durante los gobiernos de Roca, convirtiéndose en un ilustre miembro de la llamada generación del ochenta. Hijo y nieto de militares aficionados a la botánica, nació el veintisiete de junio de 1852. Su abuelo, un barón austríaco, desembarcó junto a San Martín de la fragata Canning y combatió, a las órdenes del general Belgrano, en el Ejército del Norte. Su padre compartió con Sarmiento el exilio chileno. Fue una figura científica descollante. En la década del setenta Sarmiento había promovido la ciencia. Se contrataron científicos extranjeros y se fundaron instituciones tales como la Academia de Ciencias de Córdoba o la Sociedad Científica Argentina, además de la inauguración de museos y de un observatorio astronómico. El proceso se profundizó durante las presidencias de Roca. Si bien Holmberg se recibió de médico, profesión que ejerció muy ocasionalmente y negándose a cobrar por sus servicios, su verdadera pasión fueron las ciencias naturales, destacándose en principio en la rama de la entomología. ¿Por qué estudió medicina el hombre que realizó la primera descripción argentina de las arañas? Fue joven en la época en la que un naturalista argentino no contaba en su propio país con la opción de una carrera universitaria en ciencias naturales. Una carencia, desde luego, pero que se resolvía con un exceso de la actividad autodidacta. Lo mismo que a otras figuras de su generación, le interesaba de todo y de todo sabía, incluso el latín y el griego.

Emprendió varias expediciones. Diremos, utilizando sus propias palabras, que en esa época había tal furor expedicionario que era difícil distinguir las realmente científicas de la charlatanería de los que se jactaban de descubrir la laguna de Navarro. En 1872 se sumó a nuestra caravana viajera tomando valiosos apuntes sobre la flora y fauna de la Patagonia. Cinco años después recorrió con los hermanos Ameghino las regiones del Chaco y de Cuyo. A los veintiséis años fundó,  junto a los hermanos Arribálzaga, El naturalista argentino, primera revista del país orientada a una divulgación científica accesible. Entre 1881 y 1883 exploró las sierras de Tandil, de la Tinta y de Curá Malal, publicando de inmediato varios informes sobre sus hallazgos. Documentó de manera sistemática todos los biomas del país, dictando clases brillantes en diversas instituciones y publicando trabajos que, durante medio siglo, fueron material de consulta permanente, destacándose un primer listado en castellano de las aves argentinas, la Botánica elemental y su Flora de la República Argentina.

Todavía había científicos capaces de alabar a los poetas. Holmberg, que admiraba a Charles Dickens, combinó las ciencias con el arte de la palabra. A sus viajes reales les añadió los imaginarios. Son notables obras suyas como La pipa de Hoffman, sólido cuento en el que especula sobre los efectos de las drogas, o la novela La bolsa de huesos, pieza pionera del relato policial argentino junto a La huella del Crimen de Raúl Waleis.

Portada de El Naturalista Argentino. Revista de Historia Natural, tomo I, entr. 1º, Buenos Aires, 1º de enero de 1878.

Fue, en lo que respecta a la selva misionera, uno de los viajeros más relevantes de la época, junto a otros que lo precedieron o sucedieron: Alejo Peyret y Ramón Lista, Gustavo Niederlein y Juan Queirel. Hay que destacar que Holmberg fue mentor de Juan Bautista Ambrosetti, otro destacado autor de nuestro género, miembro de la caravana misionera, que sería un pionero de la arqueología y la etnología.

Su deber institucional era desmitificar el Iberá y asegurarnos que no había lagunas encantadas en el cerro de Santa Ana. Que no fue ningún fenómeno sobrenatural el que tumbó la Piedra Movediza de Tandil. Nos dirá que el salmón verdadero, originario de Europa, se encuentra en nuestros ríos desde que, después del asesinato del general Urquiza, quedaron libres los ejemplares que había traído desde Europa para poblar el estanque de su palacio.

Al mismo tiempo que científico, Holmberg era un viajero y un escritor de versos endecasílabos que, cuando se retiró de la ciencia, entre los homenajes que le hicieron hubo un discurso de Leopoldo Lugones. Entre sus instrumentos todavía quedaba lugar para la pluma del poeta. No en vano se aprende a leer en sus lenguas a los griegos o romanos. Y nuestro viajero era un gran docente. Le interesaba poner las maravillas de la ciencia y del paisaje al alcance del pueblo.

Florentino Ameghino, Eduardo L. Holmberg (de pie), el Gobernador del Chaco (José Rosendo Fraga) y Federico Kurtz (con una copa en la mano). La foto fue tomada en ocasión de una expedición al Chaco en 1885 y se encuentra en el Archivo General de la Nación.

Partió junto a los miembros de su expedición durante el mes de marzo de 1884. No estaba en un buen momento. Era un convaleciente de la fiebre amarilla contraída en Curá Malal y acababa de morírsele un hijo pequeño. Pero, cuando llega la hora de abrirse paso, la ciencia no conoce la palabra dificultad. Remontó el Paraná hasta Santa Fe.

Contrastó los datos sobre El Salto de Apipe con el relato de Thomas Page. Afirmó que las cartas de Alejo Peyret conforman el mejor libro que se puede llevar a Misiones. Durante todo el viaje, sintió la presencia del legendario Aimé Bonpland, que sesenta años atrás había fundado la colonia Santa Ana. Dedicó varias páginas a la figura de ese sabio que, después de haber tratado con Napoleón y la emperatriz Josefina, acabó diez años confinado en el Paraguay y, una vez libre, unido a la hija de un cacique guaraní, se negó a abandonar una vida en la que cualquiera pudo confundirlo con un sencillo campesino. ¿Hay figura más simpática a la causa de la humanidad que la de este sabio, de los más valiosos de su tiempo, sucumbiendo al romántico encanto de la naturaleza y de la vida salvaje? ¡Y pensar que muchos de sus papeles anduvieron volándose entre las lianas!

Posadas era un villorrio creado por los sufridos yerbateros. Pocos pueblos argentinos podían tener una situación tan desfavorable. Ni siquiera contaba con una población estable. Los soldados del 3 de línea y los paraguayos de Villa Encarnación eran aves de paso. El mercado, si podía llamársele así, se reducía a cuatro puestos hechos con estacones y paja al costado del Palacio de Gobierno. Ahí vendían sandías, maíz, mandioca, zapallo, a veces queso, y algo con el aspecto de chicharrones que nuestro viajero prefirió no probar. Los puesteros, muy alborotadores, hablaban todos al mismo tiempo y en guaraní. En Posadas nadie cultivaba papas y, al contrario de lo que sucedía en Buenos Aires, la carne de vaca era un plato delicado y propio de personas pudientes. En Misiones los pobres vivían a base de maíz y mandioca.  El cultivo de la caña de azúcar era prometedor, pero muy conflictivo. Había extensiones inmensas en manos de muy pocos propietarios. La vida de los peones era más que miserable. La mayor parte del salario eran vales con los que se veían obligados a comprar lo que precisaban en las casas de negocio de los mismos patrones. A cambio de un trabajo duro, obtenían lo suficiente para alimentarse y conseguir un poco de yerba, caña y tabaco. Francisco Fernández, gobernador interino durante la ausencia de Roca, era una especie de Schiller criollo, un idealista muy conocido en Buenos Aires. Les habló a los viajeros de la benéfica influencia de la logia masónica Roque Pérez. Holmberg, que fue un miembro importante de la Gran Logia Argentina de Libres y Aceptados Masones, se cuidó de revelarlo. También se cuidó de llamar por su nombre a ciertas cosas que vio durante su visita al Ingenio azucarero de Rudecindo Roca. El primer gobernador de Misiones lo recibió con hospitalidad y se puso a su servicio, ofreciéndole recursos de transporte para su expedición. Su perspectiva era la de que estaba realizando con los ranqueles una obra humanitaria.

Hay hermosos párrafos en los que, logrando su ideal de combinar la ciencia con la poesía, Holmberg describe los bosques y las selvas, esos escenarios que Horacio Quiroga incorporaría definitivamente a la literatura argentina. Por momentos uno siente que va junto al viajero, apreciando una libélula o un perfume intenso. Y, al dar los primeros pasos hacia un camino que parecía accesible, empiezan a proliferar las espinas traidoras y los tábanos. Perdido entre las sombras, desde el tenebroso hueco de un tronco carcomido, inicia su persecución un abejorro violáceo cuyo punzante aguijón enloquece al más templado. Revolotean las mariposas multicolores por un aire húmedo, saturado de perfumes y, al estirar la mano para cazar alguna pieza, cae desde cualquier rama la tarántula erizada de rígidos pelos. Si alguien grita, el eco despierta a las parlanchinas urracas azules. Si se dispara el Remington, nos aturde el clamor de millares de loros huyendo de los maizales. Pareciera que todo fuera así por arte de encantamiento, como diría Don Quijote.

¿A qué gloria mayor podría aspirar un escritor que a la de poner la ciencia al servicio de la poesía? Aprender a sentir es tan necesario como aprender a pensar. Repetimos estos conceptos, tan dignos de difusión. Sin embargo, la de Holmberg era la época en la que el positivismo, gélido y deshumanizado paradigma, se empeñaría en suponer que la racionalidad científica debía despreciar la dimensión espiritual de la existencia. Convivía, es cierto, con la sensibilidad romántica, pero era una convivencia encaminada a que los cerebros sofoquen los corazones. Y también hay entre sus páginas párrafos en los que la lente del microscopio procura demoler leyendas.

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