La desopilante empresa de John Beaumont, pionero de la inmigración y del fracaso

Comparto algunos fragmentos del capítulo sobre el viajero Beaumont que forma parte de mi Tierra Adentro, Una historia de la Argentina del siglo XIX a través de los ojos de los viajeros (CLIC AQUÍ PARA CONSEGUIRLO):

Don Bernardino Rivadavia parece una caricatura de Napoleón. Tiene cuarenta y seis años y mide un metro y medio, tanto de altura como de circunferencia. Y ahí viene. Apareció después de que su secretario, vestido de levita, hiciera sonar una campanilla. Viste una casaca verde abotonada y unos calzones cortos ajustados con hebillas de plata. También llevan hebillas de plata los zapatos de etiqueta y, en su país gaucho, el de las botas de potro, ostenta medias de seda. No le gustará nada cuando lea, en el libro del viajero que incluirá esta descripción, eso de la caricatura napoleónica, porque Rivadavia lo emula en serio a ese personaje, tanto en el estilo de su levita como en sus formas. Ahora mismo camina con las manos detrás hacia Beaumont, a quien ya había conocido en Londres, cuando hizo tantos negocios con su padre, ejerciendo su ministerio porteño. Pero ahora es presidente, ¡el primer presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata! El viajero inglés necesita del presidente un montón de cosas y al fin puede abordarlo, al disfrazado de Napoleón. Ese embustero que, luego de ofrecerle las mil y una garantías para su emprendimiento, ahora que lo tiene de frente y en Buenos Aires, con su gran empresa frustrada, se comporta como si no lo conociera.

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…..John A. Barber Beaumont, el hombre que vio en Rivadavia una caricatura de Napoleón, fue el autor de una notable obra de nuestro género: Travels In Buenos Ayres And The Adjacent. Busaniche, que accedió al original gracias a la biblioteca de Rafael Alberto Arrieta, autor de Centuria porteña, la tradujo y en 1947 la agregó a la colección de Hachette. A partir de ese momento, más de un siglo después de haber sido escrito, el relato de Beaumont pudo consultarse en nuestro idioma: Viajes por Buenos Aires, Entre Ríos y la Banda Oriental (1826–1827).

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…..Beaumont partió desde la bahía de Plymouth, Inglaterra, el diecinueve de marzo de 1826. Cuatro meses después, otra vez en invierno, pero el que enfriaba las costas del Río de la Plata, logró llegar a esa Buenos Aires sin chimeneas en la que las casas principales, casi todas de un solo piso, sin más mobiliario que algunas sillas, estaban construidas con muros de ladrillo, techos de azotea y pisos de baldosa o tablones de madera, siempre con su central patio cuadrado donde situaban el aljibe. Detrás de las embarrotadas ventanas, a veces tan bajas que quedaban a poca distancia del suelo, las encantadoras porteñas se sentaban a recibir los saludos de los que pasaban.  Hacía apenas tres años que algunas pocas calles, nada más que las principales, estaban pavimentadas con las piedras de las orillas del río. 

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…..El padre de Beaumont había fundado una empresa pionera de la inmigración, la Rio de la Plata Agricultural Association. Su hijo, nuestro viajero, quedó encargado de darle curso, con la misión de transportar a los inmigrantes y establecerlos en su destino. El emprendimiento, que se organizó durante muchos años, y en el que se invirtieron importantes sumas de capital, estaba plagado de riesgos. Las autoridades, sin embargo, se mostraban muy bien predispuestas. Ignacio Núñez, secretario de la diplomacia argentina en Londres, había publicado y difundido, en 1825, una obra traducida al inglés, francés y alemán: Noticias históricas, políticas y estadísticas de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Por medio de ese libro, las autoridades pretendían fomentar la inmigración y las inversiones europeas. En esas páginas, ciertamente alentadoras, se llegaba a decir que, en las tierras sudamericanas, el oro brotaba de la tierra como la hierba silvestre. Ya el Primer Triunvirato, según un decreto del 4 de septiembre de 1812, garantizaba la total protección que los inmigrantes recibirían del gobierno. Y el mismo Rivadavia, cuando era ministro en Europa, se encargó de estudiar la posibilidad de fomentar la radicación de agricultores protestantes en América. Y fue precisamente durante esas gestiones cuando trató con John Thomas Barber Beaumont, padre del viajero. Se pusieron de acuerdo para fundar una colonia agrícola en Entre Ríos. 320px-Barber_Beaumont

…..El texto de Beaumont excede los límites del relato de viajes, si admitiéramos que existen. Es un extraordinario documento que registra el clima de la época. Más de un apellido quedó deshonrado en esta obra, empezando por el del mismo presidente de las Provincias Unidas que, pese a ese nombre, ya empezaban a desunirse con encarnizado odio. Y, con respecto a los laboriosos inmigrantes, convendría dedicar este relato a todos aquellos que, sin más trasfondo que el de la xenofobia, repiten aquel lugar común de que inmigrantes, lo que se dice inmigrantes, eran los de antes, esos abuelos que venían al país a trabajar, al contrario de los actuales, que vendrían a ser una horda de inescrupulosos. A esa gente le recomendaría la obra de Beaumont, que tal vez sirviera para darle crédito a aquella aseveración de Unamuno de que la ignorancia se cura viajando y, el racismo, leyendo.

…..La casa del alcalde era una tienda en la que se vendían cacharros. El secretario acababa de salir de la cárcel, donde lo habían castigado por andar ebrio. Entre un montón de papeles que iba revisando, el alcalde informó sobre la acusación. Rufino denunció que Beaumont lo había asaltado en su pulpería a punta de pistola, llevándose una cantidad de arados y rastras. ¿Es que a esta gente nunca se le ocurría mejor estrategia que el de las acusaciones absurdamente falsas? Beaumont protestó. Negó haber hecho nada semejante e invitó a que se revise la embarcación, en donde no encontrarían ninguno de esos objetos. Que interrogara sobre el hecho a cada uno de los colonos, por separado. El mismo Rufino, al ver que sus acusaciones podían ser completamente refutadas, acabó diciendo que le había parecido que el inglés quiso amenazarlo con sus pistolas, ya que las tenía. Fueron varios días de investigación y de espera de la sentencia. El secretario, que discutía la ortografía de cada término, rellenó dos docenas de fojas de papel de oficio. Mientras tanto, Beaumont seguía en su calabozo, donde se entretuvo lidiando con una serie de disputas violentas que padecieron los colonos, como el intento de secuestrar a dos inglesitas, hijas de uno de ellos, que una señora de la ciudad pretendió encerrar en su casa, muy frecuentada por un grupo de gauchos revoltosos.

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…..Beaumont cuenta que su padre, cuando conversaba con Rivadavia en Londres, quiso convencer al político de que intentara integrar a los indios. Que era absurdo, teniendo a esa gente nativa, destinar todos los recursos a la inmigración europea, como si fuera el único camino, cuando en realidad podía ser el más costoso. Rivadavia respondía con un gesto de desprecio. Esa es mala gente, decía, y hay que acabar con ellos. No fue eso lo que vio ni opinó Beaumont. Los observó en Buenos Aires, cuando llegaban detenidos o comerciando, así como en esas llanuras de pasto reseco del interior, que recorrían destacándose como los más expertos jinetes. Admiró la calidad de sus productos, que tanto aportaban a la industria del cuero. Fabricaban excelentes riendas, rebenques, lazos y estriberas. Usaban el cuero y las plumas del avestruz. Trenzaban cerdas de yeguarizo y teñían telas de prendas. También trabajaban la plata. Sabían diseñar ponchos sólidos y hermosos. Habían demostrado, toda vez que se intentó integrarlos, una muy buena disposición. Muchas tribus habían convivido con los españoles, mezclándose con ellos. No era tan difícil convencerlos de que habiten domicilios fijos o de que aprendan a cultivar, en lugar de iniciarlos en el mundo del aguardiente, que era lo único que la civilización puede jactarse de haberles aportado. Mencionó, sin conocer el nombre, el caso de Francisco Hermógenes Ramos Mejía, poderoso estanciero que había logrado convivir en paz con los indios, sin más política que la de respetarlos y reconocerles sus elementales derechos. Y que, justamente por aplicar este tipo de políticas, tan convenientes, tan humanitarias, acabó siendo una víctima de las autoridades. 

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