Alexander Gillespie y la bandera británica de Buenos Aires

Comparto algunos fragmentos del capítulo sobre las invasiones inglesas que forma parte de mi Tierra Adentro, Una historia de la Argentina del siglo XIX a través de los ojos de los viajeros:

            Alexander Gillespie, el capitán británico que se asombró de que las tropas de Beresford conquistaran tan rápido la ciudad de Buenos Aires, fue desengañado de inmediato y a los tiros. No tenemos sobre su vida más datos que los registrados en su Gleanings and Remarks Collected During many Months of Residence at Buenos Ayres and within the Upper Country, sin duda una de las más notables de las crónicas sobre aquellos alocados meses, después de las Noticias históricas de Ignacio Núñez. La traducción de Carlos Aldao convirtió tan interesante relato en Buenos Aires y el interior que, como tantas obras de este género, cuenta con escasas y desdeñadas ediciones. El original fue publicado por el autor en 1818, diez años después de los acontecimientos. Durante esa década pasó de todo. En principio, el Virreinato del Río de la Plata fue derrocado por ese mismo pueblo que resistió las invasiones. Gillespie, tan británico como era, se jactó de que los criollos tomaron consciencia de su importancia y coraje a partir del doce de agosto de 1806. ¿Acaso un pueblo capaz de vencer a la más favorecida de las naciones toleraría seguir viviendo bajo el yugo de una decrépita España?

           

Era la época de Napoleón en Francia y de la Revolución Industrial en Inglaterra. Como no podía ser de otra manera, ambas potencias estaban en guerra. El veintiuno de octubre de 1805, cerca de Cádiz, la escuadra británica del almirante Horatio Nelson, que murió en la contienda, derrotó en la batalla de Trafalgar a la Francia de Napoleón, por entonces aliada a la España de Carlos IV. Desde ese momento, Napoleón conservó el dominio del continente europeo e Inglaterra reinó sobre los mares del mundo.

Los intrépidos Popham y Beresford avanzaron con sus pocos buques cargados de alrededor de mil ochocientos hombres al mando de treinta y seis oficiales hacia la conquista de Buenos Aires, una ciudad de cuarenta mil habitantes.

Home Riggs Popham

 

           Los británicos desembarcaron en las costas del pueblo de los Quilmes durante la lluviosa mañana del veinticinco de junio de 1806. Antes de fugarse, y después de presenciar El sí de Superando todos los obstáculos, las tropas de Beresford avanzaron por el Camino Real del Sud, actual avenida Montes de Oca, y accedieron al Cabildo a través de una pequeña calle que acabó llamándose Defensa. Desfilaron triunfantes por la Plaza Mayor e izaron sobre la ciudad, rebautizada Nueva Arcadia, una bandera británica que flameó desde el Fuerte durante cuarenta y seis vergonzosos días.

Lo primero que hicieron los paladines del libre comercio fue extorsionar a los más ricos de los porteños, advirtiéndoles que se cobrarían la conquista en sus bienes privados, en caso de que no aparecieran los públicos.

Virrey Sobremonte

            Mariquita Sánchez de Thompson se enamoró de los soldaditos británicos, lo mismo que tantos capitulares porteños. Escribió en sus memorias que, al contrario del pueblo español, tan sucio y tan negro, las tropas del Regimiento 71 eran las más lindas que se podían ver. Con sus rostros de nieve bajo gorras adornadas de plumas negras, los escoceses ostentaban el más poético uniforme, marchando con unos botines de cintas punzó y dejando al descubierto, detrás de unas polleritas cortas, las famosas kiltes, una parte desnuda de las piernas. Como si eso fuera poco, habían traído productos como el jabón de olor. La resistencia fue organizándose entre sombras.

 

           El capitán Alexander Gillespie llegó al río de la Plata a bordo de un cañonero, el bergantín Encounter. Lo primero que vio fueron las fogatas de algunos jinetes que, un poco más adelante, los esperaban en la Reducción con ocho cañones y una columna de caballería. Las tropas de Beresford lograron ponerlos en fuga. Esa primera noche acamparon a orillas del riachuelo, cerca del actual estadio de Racing, desde donde avistaron las torres de la ciudad. Al día siguiente cruzaron hacia Barracas, algunos nadando y otros a bordo de una flotilla de lanchones en los que movilizaron los bagajes. Tres horas después, sin obstáculos más tenaces que los del viento y la lluvia, entraron en la ciudad observando que algunas hermosas señoritas les sonreían desde los balcones.

Santiago de Liniers

Nuestro viajero redactó interesantes descripciones de la sociedad virreinal, compuesta por una minoría de blancos y una numerosa plebe fanática y devota en la que había de todo, desde el más rubio francés hasta el más negro de los esclavos africanos, desgraciada casta a la que los amos, educándolos en su fe e idioma desde niños, trataban con una benignidad insólita en el resto del mundo.

La crónica de Gillespie documenta la hospitalidad de la que gozaron los oficiales británicos. Entre otras atenciones, recordó un banquete con el que lo agasajaron sirviéndole, sobre una larga mesa, veinticuatro manjares con lo mejor del país: sopas, caldos, patos, pavos y una fuente repleta de pescado.

Los británicos habían intentado ocultar sus insuficientes fuerzas. Exigían raciones superiores a las necesarias. También desembarcaban las mismas tropas con distintos uniformes. Sin embargo, algunos oficiales españoles descubrieron que habían rendido la plaza a unos pocos hombres. Empezaron a manifestarse los indicios de diversos planes con los que el pueblo preparaba la reconquista.

Después de la reconquista, Alexander Gillespie padeció una serie de agresiones. El haber sido comisario de prisioneros de guerra, además de algunos rumores sobre su proceder contra la soldadesca española, lo convirtieron en un blanco de la venganza popular. Una turba enfurecida irrumpió en la casa donde residía, destruyéndolo todo. Lo único que había puesto a salvo fue un baulito con ciento veinte duros envueltos en la ropa, pero también lo rastrearon y saquearon donde lo había escondido. Entre sus pérdidas, lamentó particularmente la antigua historia de las dinastías incaicas. Este oficial de un ejército que todavía trasportaba hacia Londres el tesoro público de Buenos Aires, protestó ante Liniers las violaciones contra su propiedad privada, que deshonraban los términos de la rendición.

Manuela Pedraza

Luján era un pueblito de doscientas miserables casas de barro. Además de la iglesia, modesta pero bonita, había un Cabildo en el que alojaron a Beresford. Las mujeres pasaban el día sentadas delante de sus ranchos, sin más ocupación que la de quitarse sabandijas que, debido a lo abundante y desaseado de sus cabellos, eran tan multitudinarias como las pulgas, que se fanatizaron con la sangre inglesa.

Cumpliendo la orden de evitar las sendas trilladas, prosiguieron hacia Capilla del Señor. Allí sucedió un espantoso crimen.

La bandera del Convento de Santo Domingo

San Antonio de Areco era un pueblito de apenas seiscientos habitantes. Estaba sobre una loma y rodeado de cercos frutales. Impresionaba la cantidad de animales cimarrones. A causa de una sequía, innumerables osamentas quedaron desparramadas donde hubo arroyos. Junto a otro oficial, nuestro viajero alquiló por tres duros mensuales un ranchito que, en realidad, era un granero de harina, y una de las condiciones fue que continuara siéndolo con ellos dentro.

La tarde del dieciocho de marzo de 1807 una tremenda tormenta de granizo y truenos mató a tres personas en Salto de Areco, rancherío provisto de una iglesia y de un fuerte con once cañones de hierro. Allí fue donde los ingleses, que habían intercedido por medio de Campbell para recibir los haberes estipulados, pudieron saldar sus deudas.

El primero de abril la comitiva llegó a Rojas, donde abundaban los potros salvajes. Las casas, rodeadas de huertas, se distinguían por techos fabricados con una mezcla de agua y tierra que adquiría una densidad muy eficaz contra las lluvias. El río del pueblo separaba a los españoles de los indios.

Pueyrredón

San Ignacio no tenía más que un gran edificio rodeado de montes que había sido de los jesuitas. Don Ortiz, el propietario, administraba la mejor de las huertas que nuestro viajero conoció durante el trayecto. Era un lugar ideal para vivir retirado de toda sociedad. Cuando los prisioneros llegaron allí, todo el mundo sabía que los ingleses habían tomado Montevideo.

Bastón del Primer Tambor

Mientras los prisioneros de la primera invasión británica deambulaban Tierra Adentro, Buenos Aires logró triunfar sobre la segunda.

Whitelocke

La óptica británica presuponía la superioridad de Inglaterra, representante del progreso y la racionalidad, contra la decadencia del catolicismo español, que estancaba a sus colonias en las ciénagas de la ignorancia y la superstición. Hay varias crónicas que confirman estos parámetros, por ejemplo las Crónicas anónimas de dos ingleses sobre Monte Video y Buenos Ayres, publicadas en Montevideo por la editorial El Galeón. En el primer texto, las Notas sobre el Virreinato de la Plata en América del Sur, editado en Londres en 1808, podemos leer la experiencia del anónimo soldado inglés dentro de una librería montevideana. La dependienta, que ignoraba la existencia de Cervantes y Lope de Vega, no pudo ofrecerle otros títulos que no fueran un Ensayo sobre los sermones o vetustos volúmenes de teología.

La segunda invasión fue una repetición de la primera, pero a lo grande. Los protagonismos de Popham y Beresford fueron sustituidos por los del general Samuel Auchmuty, el almirante Charles Stirling y el teniente general John Whitelocke. Esta vez aparecieron en el horizonte cien velas que transportaban alrededor de doce mil soldados. Montevideo y Buenos Aires también multiplicaron su poderío.

Rendición de Whitelocke

La batalla contra Inglaterra fue tremenda y los invasores, que se quedaron con las ganas de recuperar las banderas de Santo Domingo, sintieron que cada casa y habitante de Buenos Aires se habían convertido en un cañón.

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