El cautivo Benjamin Franklin Bourne y los elefantes de la Patagonia

Comparto algunos fragmentos del capítulo sobre el viajero Bourne que forma parte de mi Tierra Adentro, Una historia de la Argentina del siglo XIX a través de los ojos de los viajeros (CLIC AQUÍ PARA CONSEGUIRLO):

………Cuando llegaron a Tierra del Fuego se acercaron a la costa en busca de víveres. El capitán encomendó a cuatro hombres. Bourne, al mando del bote y de sus tres compañeros, había oído muchas historias sobre los peligrosos nativos de la región. Fueron con fusiles y con las bolsas de pan y tabaco que canjearían por huevos y carne. Los míticos patagones los esperaban en la playa. Pese a las órdenes de Bourne, los marineros decidieron bajar a tierra y adentrarse hacia la aldea. Fue un encuentro muy desafortunado. Nuestro viajero describió un desalmado ardid de los nativos. Nosotros sospechamos que los incidentes se debieron a una suma de malentendidos, a causa del mal español que hablaban ambas partes, o incluso al comportamiento de los norteamericanos. Lo cierto es que, después de desenfundar sus pistolas e intentar matar al primero de sus agresores, Bourne fue rodeado y reducido a una negociación menos feliz que la deseada. Quedaría de rehén, mientras sus compañeros regresaban al barco en busca del tabaco y ron que valía su rescate. La mañana siguiente de una primera noche de pesadilla hubo una tormenta de viento que impidió al barco lanzar botes. Al amanecer del tercer día, Bourne observó con terror que no había velas en el horizonte. ¿Habrán naufragado? ¿Me abandonaron? Miró a su alrededor. Estaba en una región desolada y triste, desprovista de cualquier tipo de alegría. La convivencia con esa tribu deparaba el hambre y el frío, la humillación y la fatiga, la tortura y la muerte. Cuando ya se sentía perdido, dieron voces de que venía otro barco. Desesperado, utilizó lo único que le quedaba de la civilización para enviar señales de auxilio. Desgarró sus pantalones para atar unos palos. Convirtió su camisa de franela en una bandera. Y empezó a correr y a saltar por la playa, agitando su improvisado estandarte como un loco. Pero el barco jamás avanzó hacia la costa y los estrechos se lo tragaron. Era el tercer día del mes de mayo de 1849 cuando, sin más barcos a la vista, el cautivo se adentró en la Patagonia junto a sus captores.

………El relato de la aventura cumplió muy bien con su función, ofreciendo al público estadounidense de la época una confirmación de todos sus prejuicios. La visión negativa de los tehuelches es peor que las peores páginas del relato que, una década después, publicaría el francés Auguste Guinnard, cautivo de los mapuches. Al contrario del francés, el norteamericano fue incapaz de aportar ni el más mínimo dato de interés científico o etnológico. Su retrato de los indígenas no es más que un compendio de exageraciones. Estamos ante un testimonio extremadamente racista, muy propio de un hombre ignorante y mediocre. Poniéndonos a la altura del caballeroso George Musters que corrigió a Guinnard, al menos deberíamos considerar la verdad de sus padecimientos. Pero ni siquiera eso. Al contrario, luego de un análisis minucioso, tenderíamos a apiadarnos de los pobres tehuelches, que tuvieron que padecer a ese gringo embustero.

………El viajero se retrató a sí mismo como el héroe de su historia, siempre rodeado de seres mugrientos, mentirosos, vanidosos, infantiles, cobardes y amorales. En varias ocasiones sugirió el posible canibalismo de los tehuelches, pese a la carencia de pruebas. Debemos decir que le hubiera encantado poder afirmarlo. En ese punto, los tehuelches lo decepcionaron, tendrían que haber sido explícitos caníbales. Tuvo que conformarse con un hombre que le saltó al cuello para chuparle la sangre, horrorizándolo con la idea de que lo desangraría hasta matarlo. En el párrafo siguiente, sabremos que le habían aplicado un método con el que pretendían curarle una irritación epidérmica. Pero la sugerencia satánica ya se había hecho, más memorable que la consiguiente explicación. Se mofó del estadio primitivo en el que vivían. No podía faltar un capítulo en el que el héroe de la civilización fascine a los salvajes mediante un reloj, instrumento que tan bien simboliza el avance de una cultura sobre la otra.

La pluma del viajero se esmeró en describir rostros abobados de asombro y dilatadas pupilas, con el feliz entusiasmo de pedirle una y otra vez que le diera cuerda al instrumento. También sabremos que los revólveres fueron desarmados y las mujeres convirtieron esas piezas de bronce en un ornamento para colgarse de los cuellos. Afirmó que, entre esos indios, un norteamericano de seis años sería un prodigio. Les atribuyó la misma capacidad intelectual que las de pretéritos sacerdotes a las víctimas de Cortés o Pizarro: incapaces de inteligencia, sus ideas eran de una simpleza extraordinaria. Nosotros pensamos eso mismo de las reflexiones de Bourne. 

El cacique lo escuchaba mirándolo fijamente a los ojos, como si pudiera adentrarse en sus verdaderos pensamientos. Y Bourne aprendió a mantenerle esa mirada. Una escena más que significativa: frente a frente, los miembros de dos culturas, tantas veces ideologizadas en términos de civilización y barbarie, se miran a los ojos, incapaces de entablar una comunicación que no esté condicionada por el engaño. Ese cruce de miradas quedaría sellado cuando las balas prevalecieran sobre los ojos.

………Terminó el cautiverio pero no las aventuras, que ocuparon cuatro capítulos más del relato. Los infortunios se mantuvieron al mismo nivel, aunque al desenvolverse entre gente civilizada no fueron exagerados a fuerza de prejuicios. El paraíso de disfrutar de una cena entre europeos se desvaneció en poco tiempo. Los tehuelches permanecieron en la costa durante tres días. Sin embargo, no eran la peor de las amenazas. Los pocos europeos que convivían en esa remota isla se las arreglaban para desgraciarse, sin necesidad de que los hostigaran los nativos.

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……..

………Bourne regresó a su hogar el 13 de enero de 1852, después de casi tres años de desventuras. Cuando estuvo, por fin, en su casa, elevó su corazón para agradecerle a Dios sus muchas interposiciones a su favor, sobreviviente como era de los peligros del mar y de la tierra. Tuvo pena de los misioneros que habían aceptado el imposible desafío de evangelizar a los salvajes de la Patagonia, inmortalizados en su relato como los terribles monstruos de la aventura, cuando en realidad fueron los huéspedes entre los que corrió la menor cantidad de peligro. Supo, por un relato recientemente publicado en la prensa, que en una desolada bahía de Tierra del Fuego habían hallado el cadáver del capitán Gardiner, cerca de una botella en la que resguardó el relato de sus padecimientos. Murió de inanición junto a otros misioneros. La prensa también había publicado la noticia del cautiverio del propio Bourne. Ahora estaba listo para ofrecerle al público un relato más extenso. En 1853, Gould and Lincoln se ocupó de la primera edición en Boston de The Captive in Patagonia or Life Among the Giant, con cuatro ilustraciones de un autor anónimo. Ese mismo año, el sello Ingrama publicó en Londres The Giants of Patagonia, segunda edición de la obra. El relato del viaje se había echado a andar por el mundo.

………Insistimos en el valor histórico de estos relatos, incluso cuando aportan datos imprecisos o del todo falsos. Bourne no nos sirve para profundizar en la cultura aonikenk pero nos ilustra sobre los prejuicios de un típico viajero norteamericano de la fiebre del oro. También revela las condiciones en las que los viajeros escribían y publicaban.

Artículo del diario La nación del 27 de enero de 1999, anunciando la primera edición argentina de la obra.

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