Un párrafo de Sabato sobre el romanticismo a propósito de los vascos

La siguiente página forma parte de un ensayo llamado En defensa de la nación vasca (Prólogo del libro Zero Huts, Bilbao, 1983). Venía Sabato exponiendo su visión y admiración sobre el pueblo vasco cuando, a propósito de explicar la revaloración que impulsó el romanticismo de pueblos que habían sido desdeñados por su posición periférica, se largó una página con un par de parrafotes donde aborda magistralmente lo romántico:

La mentalidad científica se opuso a la concepción romántica de la realidad. A veces abiertamente, otras veces en secreto, esa fuerza no desapareció jamás, hasta irrumpir con todo su vigor a fines del siglo XVIII; no como un puro movimiento artístico sino como una vasta rebelión del espíritu todo, que no podía no atacar el fundamento de los Tiempos Modernos. Nietzsche se preguntó si la vida debía dominar sobre la ciencia o la ciencia sobre la vida y, ante este interrogante característico de su tiempo, afirmó la preeminencia de la vida. Para él, como para Dostoievski y para Kierkegaard, la existencia del hombre no puede ser regida por las abstractas razones de la cabeza, sino por aquellas raison du coeur de las que ya había hablado Pascal. El pensamiento científico es atemporal –el teorema de Pitágoras vale universalmente y en cualquier época-. De esta manera, el espíritu de la Ilustración, el espíritu de las luces que los enciclopedistas franceses instauraron como base misma de la modernidad, menosprecia la historia, que pertenece a la oscuridad y a la irracionalidad. Y con ella caen también las tradiciones, los mitos y los dioses. Frente a esta actitud, la rebelión romántica, a partir ya de Giambattista Vico, opone “la lógica de la fantasía” frente a los conceptos puros de Descartes. En pleno siglo XVIII difícilmente esta doctrina podía imponerse, pero llegó su momento cuando Herder la descubrió y transmitió su entusiasmo al romanticismo alemán. Desde entonces, el historicismo será uno de los atributos de este poderoso movimiento, como lo serán –y por motivos evidentes- lo emocional del ser humano que hace la historia, así como la diversidad de naciones que componen la humanidad frente al hombre generalizado y abstracto de los Iluministas. La piedra de toque de cualquier institución no será ya su racionalidad ni esa utilidad que la técnica había puesto en primer término, sino su origen y su historia; pues, como dijo Schiller, “la historia es la suprema corte de apelación”. Lo que el espíritu de la Ilustración despreciaba, los “viejos trastos” de la tradición de cada pueblo, las “estúpidas supersticiones”, las lenguas desvalorizadas por la pequeñez de sus naciones y por la impracticidad que eso supone en un mundo que cada día tiende a una mayor comunicación, todo eso es revalorizado por los románticos como preciosos atributos del hombre de carne y hueso; las naciones, por oscuras y pequeñas que sean, son vistas con nuevos ojos y reciben su consagración en esa suprema corte instaurada por el poeta Schiller. ¿Cómo no habrían de resurgir los viejos nacionalismos aplastados por la fuerza de los poderosos?

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